Princesas

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Princesas de mi Corazon

jueves, 17 de noviembre de 2011

El Refajo es un Lujo





La calle del mercado de Nahuizalco, en Sonsonate, se moja con manchas de agua y de tejidos. Las refajadas caminan despacio, cortitas y morenas, con ocho yardas de tela de herencia centenaria atada a la cintura. Son esquivas, no miran, no hablan. Si hablan, “me va a dar mi dolar al menos”. Porque el refajo es raro ya de ver, y caro además; “500 colones ocho yardas; 300, seis yardas”, dicen las dueñas que no son hurañas.

Ese valor es caro si se piensa que sus compradoras son indígenas, invisibilizadas en la constitución del país, y un grupo étnico que vive en la pobreza: el 38. 3% de familias indígenas vive en la pobreza extrema y el 61.1%, pobreza, según el libro “Perfil de los pueblos indígenas de El Salvador”.

Como ejemplo, en Santo Domingo de Guzmán y Sonsonate, la ciudad, las refajadas, mayoría ancianas, pueden verse en portales con la mano extendida. “Salgo a limosnear porque no tengo quién por mí”, dice una anciana menuda y descalza de refajo desteñido y roto que no revela nombre, “pero me han dicho que tengo 75 años”. Ve su refajo, y los colores ya marchitos la obligan a decir: “Esto es bien caro, y ya me estoy quedando desnuda. Vale como 300 colones”, unos 34.29 dólares.

La muerte del telar

El refajo desteñido de la anciana sin nombre, el de Fidelina Cortez en Santo Domingo de Guzmán, y el de Feliciana Aguilar en Nahuizalco tienen igual origen: Guatemala, y los precios varían: “500 colones (57.14 dólares) las ocho yardas; 300 colones (34.29 dólares) las seis; o 150 (17 dólares) el medio corte”, explica Feliciana Aguilar, de 77 años.

Su importación tiene una razón: la muerte del telar salvadoreño de mano, que según el libro “Telares de palancas en El Salvador”, es el único que se utiliza para confeccionar la prenda femenina.

El libro, editado por primera vez en 1986, señala que solo en Nahuizalco había telares para tejer refajo. El resto de telares diseminados en el país, “confecciona hamacas, colchas y mantitas”.

En 1986, eran 20 los telares de mano. Ahora “no hay telares”, admiten los artesanos nahuizalqueños. “Ya no hacen refajos aquí, solo manteles de varitas”, agrega Juan Contreras, propietario de una tienda que “vendía refajos chapines desde 1958”.

Los telares se murieron y el precio se elevó. Claro, ha sido el paso del tiempo, pero si nadie teje, “hay que mandarlos a traer”, dicen las refajadas. ¿Dejar su vestimenta, convertirse en “plegadas” (mujer que viste ropa común, moderna digamos)? ¡Jamás!

“Mi madrecita me refajó”, evoca María Dolores Cortez, de 85 años, mientras vende aguacates en Nahuizalco. “No lo dejo porque me gustó, y porque la otra ropa siente como que anda desnudo uno”, dice apenada.

A todas las refajó la mamá: Visitación García, de Santo Domingo de Guzmán, también lo admite: “Desde que aprendí a andar me refajaron, yo no lo dejo”. Y para no dejarlo hay que esperar a que vengan “los chapines: en junio, o en Navidad”, explica doña Feliciana.

La embajada de Guatemala en nuestro país no registra entrada de pequeños comerciantes dedicados a la venta del refajo, pero en Nahuizalco los esperan. “Hay que comprar ocho yardas para que dure dos años”, afirma María Dolores Cortez.

Identidad entretejida

Esta importación de una prenda de vestir identitaria de las mujeres nahua-pipil le parece al sociólogo Francisco Hidalgo “producto de la globalización”. Si no hay aquí, hay que importarlos, y el comercio lo permite.

Pero más allá de los recuerdos de medio siglo de Juan Contreras, “cuando venían unos señores de Quezaltenango y vendían bastantes cortes”, la presencia guatemalteca en la prenda de vestir, de arraigo y rareza cada vez mayores, no radica solo en su adquisición.

El libro sobre telares indica: “En Nahuizalco, hace unos 20 o 30 años (1986), los diseños de las telas que se producían eran copiados de catálogos que se adquirían en la ciudad de Guatemala, los cuales también servían de modelos a los tejedores chapines”.

¿Medio siglo de “chapinización” de la prenda autóctona? El antropólogo Carlos Lara no la llama así: “Guatemala es el símbolo de la cultura indígena en Centroamérica, y recordemos que los nahua-piplies y los mayas son parte de la región mesoamericana, como región cultural”.

La influencia, incluso en la copia de diseños mayas, no lo sorprende: “No es una pérdida de identidad, sino que representa que los elementos se van transformando en la definición de lo indígena en El Salvador”. La influencia es solo en la población nahua-pipil, pues en el país hay también comunidades cacaopera y lenca, aunque en menor escala.

“La identidad indígena no descansa en esos rasgos tradicionales (vestuario) de su cultura: hay otros elementos. En concreto, la interacción social cotidiana del indígena con el ladino es la que está construyendo esa identidad”, concluye el antropólogo.

Cómo eran, cómo son

La población indígena ha disminuido notablemente desde la Colonia hasta nuestros días. El libro “Perfil de los indígenas en El Salvador” revela que en 1770, el 60.3% de la población del país era indígena, y ahora se reduce “entre 10% y 12%, en zona urbana o rural”. De este 10%, la mujer continúa su imagen de hilos y trenzas. Petrona Martínez, costurera de refajos de Nahuizalco, lo constata: “Todavía vienen algunas señoras a pedir que les borde el refajo, o a que les haga su camisita (huipil), pero son pocas. Antes, hacía hasta 12 refajos por día”.

Ese antes se remonta a 1953: el refajo valía 30 colones; coserlo, un colón; y bordarlo, 10 colones. Los huipiles, “con alforzas y en tela de espejo”, valían 2.50 de colón los más lujosos, y los sencillos, 1.50.

Feliciana rememora a sus 77 años un oficio que ejerció desde los 15. Ahora “el trabajo es poco”, y el costo ha cambiado: bordar con lana un refajo con motivos que lo hagan más alegre o vistoso cuesta 10 dólares; hacer un chal en satén (tela de espejo); “deshilarlo y hacerle las barbitas”, otros 10 dólares; y coser una blusa, otros 10 dólares. Y ya no usan “una combinacioncita que se les hacía, una camisita de cuello redondo”, como indica doña Petrona, sino “fustán, combinación o un short”, confiesan las refajadas.

Para serlo con dignidad, 87 dólares (761. 21 colones) deben invertirse. “Para no faltar a nuestra tradición, como nos criaron, ¿qué dirían nuestros hermanos de bautismo si nos vieran ‘plegadas’?” se escandaliza la anónima descalza de Sonsonate y camina entre ventas de aparatos electrónicos y reggaetón, mientras dice: “Una monedita, seño”.

Lo que el 32 deshiló

Dicen que hay hombres que se refajaron para huir de la muerte. Lo dicen en Nahuizalco, y lo dice Mercedes Larín, conocida como Tía Menchis: “Como mataban justos por pecadores, hubo hombres que se refajaron para que no los matara la guardia. Dicen que se ponían un chal y se amarraban el refajo, entonces los confundían con mujeres”, rememora la octogenaria. Es plegada, pero “mi cuñada era refajada, se veía bien elegante”, evoca con orgullo.

Pero ese orgullo se transformó en miedo. El libro “Perfil de los pueblos indígenas de El Salvador” señala: “Ahora los indígenas visten como campesinos, y algunas mujeres han conservado la tradición del vestuario”. Pero el libro no investiga sobre el refajo.

“Después del 32, el indio fue convertido en la encarnación de la maldad y la barbarie”, cita el informe de desarrollo humano de 2003 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.

Las puntadas del 32 se cosieron fuerte: el miedo por morir, el miedo de existir, de verse, con esos colores característicos, hizo desistir de la tela materna. “A uno lo escondían las mamás, por el miedo a que la vieran que era indita”, dice una anciana que, con refajo pálido y roto, pide limosna por las calles de Sonsonate. Y agrega: “Por eso muchas no se refajaron después, pero yo no puedo estar sin él, mire qué bonito”.

El 32 también dejó desconfianza: “No me voy a dejar que me tome fotos, solo tonteras se inventan ahora”, huyen las ancianas. Y dicen: “No, ya no”. No son objeto raro, con sus faldas llenas de color, y dolor tejido y guardado.